En cuanto me consultaron si quería dar una mano en el Colegio Don Bosco enseñando hockey, no dudé un segundo. ¿Cómo podía dudar? Estar con amigas que quiero tanto, ayudando en una causa tan linda y enseñando lo que más me gusta hacer en el mundo, eran razones más que suficientes para embarcarme en este proyecto.
Y así miércoles a miércoles rumbeamos para Don Bosco, nos alejamos del verde sintético de la cancha nuestra, para internarnos en otra realidad. Nos recibe una cancha precaria, con algún basural alrededor, unos cuantos pozos que se transforman en barro cuando llueve y un par de caballos flacos que andan deambulando y que cada tanto levantan la cabeza para curiosear.
Así era la cancha el primer día que fui. Pero es tan linda la experiencia que vivo cada miércoles, que la cancha se ha ido transformando: ya la veo más verde, más linda, extraño los caballos cuando no están y el barro ni lo veo. Todo esto sucede porque todo se transforma cuando aparece esa manada de niñas vestidas de uniforme azul con caritas y dientes sonrientes y empieza la espectacular tarea de transmitirles nuestra pasión por el hockey.
Ellas sienten una felicidad enorme al vernos, pero más felices somos nosotros de tener la oportunidad de estar ahí. El colegio Don Bosco, con su fuerte educación salesiana, es un ejemplo de las cosas bien hechas. Se respira cariño y contención en cada aula, en cada patio, en cada maestra, en cada gesto.
Viernes a viernes les hemos ido enseñando a hacer derecho revés, a hacer el salta pelotita, a llevarla en conducción, a hacer push y shoot. Pero sobre todas las cosas, lo que han logrado estas niñas es enseñarnos a aprender. Aprender de otras realidades, aprender lo lindo que es dar, aprender el valor de las cosas, aprender lo importante de un abrazo en el momento justo.
De este año me llevo recuerdos varios, snapshots de momentos increíbles: las lágrimas exageradas de una niña por un golpe insignificante, lágrimas que eran mucho más que ese pequeño golpe; actitudes de compañerismo entre ellas que te emocionan; vernos a Vale y a mi jugando con ellas, desesperadas por ganarle al equipo de la Rubia y Pepi, porque no podemos con nuestro genio; las coreografías en el patio, el festejo en Halloween con disfraces y caramelos, una merienda compartida que nos dejó atónitas por lo respetuosas, educadas y generosas de cada una de las niñas al momento de servirse y de invitarnos con las cosas ricas que habían traído de sus casas.
Seguro al final del año, ellas habrán aprendido algunas habilidades del hockey y los lindos valores de este deporte, pero lo más importante de este proyecto es el intercambio de experiencias, que se sientan acompañadas e incluidas en esta sociedad, poder darles ese abrazo que precisan cada miércoles y transformar muchas veces una estación de ejercicios en una pequeña reunión terapéutica porque hay días que precisan contarte taaaantas cosas.
Gracias al Colegio Don Bosco y al Club por darnos esta oportunidad, esperando volver a encontrarnos el año que viene en esa cancha con esas niñas llenas de ilusiones.